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viernes, 2 de mayo de 2014

Relato corto de la Ciudad Maldita de Mordheim sobre la batalla de rescate del príncipe.

Todo comenzó un buen día en la taberna del grifo. Los hombres se encontraban bebiendo y celebrando las  pieles de lobos que habían conseguido robar a aquel maldito príncipe de Ostland. Pobre incauto, lo encontraron aprendiendo el uso de la espada junto a su maestro. Fue fácil, en un par de acciones bien planificadas fueron rodeados y en poco menos que lo que tarda un halfling en acabar la olla, tenían un virote de flecha entre las piernas. No hizo falta más, ambos pusilánimes engalardonados tiraron las armas y entregaron las mercancías que llevaban a nuestro capitán.

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De pronto, la puerta de la taberna se abrió de par en par, tras unos segundos nuestros ojos se acostumbraron a la luz del sol del exterior e hizo acto de aparición el maestro de armas del príncipe. He visto muchas heridas pero como aquella nunca. El brazo con el que blandía el arma había sido arrancado de cuajo, como si un águila se lo hubiera comido. Pronuncio pocas palabras, pero suficientes para que todos supiéramos que iba a pasar: " Mi príncipe...mi príncipe...raptado...mi señor dará buena recompensa a aquel que lo devuelva sano y salvo..." Poco más pudo decir aquel maldito infeliz y con las mismas todos nos dirigimos a la zona en que lo habíamos asaltado. Como de costumbre, hubo que esperar a que Cateto, miliciano imperial, regara las plantas.

En poco menos de dos horas habíamos encontrado ya el lugar en el que se hallaba el príncipe, los murmullos de miedo que obtuvimos de los vagabundos y leprosos nos indicaban de que en la antigua iglesia se oían alaridos de una voz refinada. Sin pensarlo más nos pusimos en camino.

Poco tiempo había pasado cuando llegamos al lugar. Una iglesia en ruinas se veía rodeada por un rio que hacía más difícil el acceso. Por doquier las moscas revoloteaban haciendo que cada instante fuera asquerosamente repugnante.

Mordheim logo  bandas miniaturesNo habríamos avanzado mucho cuando percibimos que no estábamos solo, nuestro capitán nos avisó de que los exploradores habían encontrado un grupo de hombres bestias a nuestra izquierda, y se oían a lo lejos los rugidos de los detestables gélidos. Aunque no estuviéramos solos esa recompensa iba a ser nuestra.

Los tiradores se posicionaron dispuestos a hacer que esas bestias del caos fueran aniquiladas, sin embargo poco se pudo hacer más que acabar con uno de ellos que iba rezagado. Su avance parecía implacable y su ímpetu los llevaba de forma instintiva a buscar a ese maldito príncipe.

En poco tiempo pude ver como una bestia mitad caballo y mitad cabra avanzaba entre las hombre bestias y pude presumir que habría que dejar espacio y usar nuestras armas de disparo. En ese momento la ciudad pareció dar beneficio a mi contrincante haciendo que una ventisca surgiera sin previo aviso acabando con nuestras ilusiones de ensartar en una flecha a esas cabras.

En poco tiempo pude ver como llegaban hasta la iglesia y asaltaban la construcción. Por lo que más me sorprendió fue ver quién era el captor del príncipe, un ser de tan alto como dos humanos, con piernas de león, alas de pájaro y cabeza de águila se interponía entre el príncipe y sus salvadores. En poco menos de dos segundos, el grifo había cargado contra el primero de los hombres bestias acabando con él. No solo no se amedrentaron, la sangre de su compañero decapitado por el ataque grifo los había imbuido en un ansia de sangre que hizo que nuestros corazones se helaran. Las bestias cargaron contra la gran bestia y como un festín de infieles seguidores del señor oscuro dieron muerte con sus grandes hachas a tan formidable rival.

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Entonces ocurrió algo que hacía ya tiempo que había advertido a Cateto, la naturaleza te da lo que le entregas. Como salido de la nada un abeto de 5 metros de altura ataco la retaguardia de nuestra banda. Cateto se defendió bien, pero la inevitable mandíbula de ese ser se lo comió en un santiamén. Solo pudimos dar una oración a Mor, dios de la muerte, para que lo acogiera en su putrefacto hogar.

Eso debió bastar a las Bestias, porque en el tiempo en que nos distrajimos ya habían rescatado al príncipe y dado a la huida.
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Entonces los oí. Ese silbido inconfundible de un skaven usando una honda. Las ratas salidas de sus asquerosas alcantarillas y madrigueras parecían perseguir las bestias. Sin embargo, ellas también parecían que huían de algo que les producía terror, los supe por el olor a almizcle del ambiente.

Intentamos acabar con las bestias, y aunque todo rezagado era presa de los skaven, los hombres bestias se hicieron con el príncipe.

                                                            Malditos dioses.



Escriba Leopoldo Plumarápida.

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